El hilo y la trama
Para ver (y mostrar) lo que no se deja ver por su naturaleza elusiva, Cavalcante adopta la forma de la representación, el arte de hacer presente aquello que sólo es posible vislumbrar con una mirada indirecta. En el espacio de la representación aceptamos unas reglas, unos códigos que nos permitan seguir la trama, activamos un sistema de creencias que habilitamos para abrazar otra realidad. Con el fin de seguir el hilo de los acontecimientos y navegar lo inexplorado de la mente, esa zona sin localización cierta, vapor oscuro o rocío celeste, es necesaria la creación de un doble. Esta máquina escénica hará gráfica una urdimbre que permanece oculta. Red de interacciones simbolizadas, con hilos de trazo grueso, líneas delicadas y corrientes subterráneas, esta matriz que vemos es a su vez el tejido generador de imágenes. En esta puesta en escena, el escenario es paradójicamente interior y exterior a la vez y quien recorre estas geografías imposibles es una figura humanoide, contorneada por bandas de color que organizan el vacío para que lo reconozcamos como par. Un psiconauta curioso, un agente de vinculación, retratado en el instante de pasaje. Entonces, es preciso escenificar esa sombra y también es menester contar con un alfabeto para su creación y su lectura. Cavalcante concibe uno condensado, sobre el que volverá una y otra vez, siempre agregando algún nuevo signo para darnos un lenguaje cada vez más cabal. Este alfabeto está disponible para el observador, como quien tiene acceso al código fuente. En sus obras anteriores los bosques son como la cabellera de la montaña con su ancestral poder y su ambivalencia de serenidad y opresión. Oscuro y arraigado, el bosque es históricamente una expresión reconocible de lo inconsciente, reserva de vida y conocimiento misterioso. Las pirámides, otra de las caligrafías dominantes en este abecedario simbólico, sintetizan sobriamente integración y convergencia ascensional. Figura construida que es lugar de encuentro entre dos mundos, el mágico y el racional de las geometrías. Al igual que los árboles en su momento, funcionan como ejes del mundo, lazos axiales que conectan los pares cielo y tierra, secreto y manifiesto. El domo y las esferas podrían leerse como la bóveda celeste, lo infinito nunca ortogonal (el ángulo recto es patrimonio humano), el límite contenedor. Volar el techo en pedazos, atravesarlo, es lanzarse a los aires. Abrir un ojo allí es liberarse de las condiciones de tiempo y espacio humanos. Han bajado las luces, apenas distinguimos las bambalinas, desde el foso un murmullo asciende, y mientras una mano magnética abierta hace magia por las matemáticas, abandonamos momentáneamente la voluntad como en un trance y nos entregamos al hilado del tiempo y el destino. Ya somos sus marionetas.
Silvia Gurfein, febrero de 2018